Albert Figueras es médico y promueve el uso razonable de los medicamentos en varios países. Ha publicado Optimizar la vida. Claves para reconocer la felicidad.
«Todo está en nuestro cerebro, incluida la felicidad. La buena noticia es que no hay que comprarla: ría, juegue, ame, relájese, coma chocolate y déjese mecer por las olas».
El cerebro es el centro de todo. Hasta mediados del siglo XX se creía que el cerebro estaba totalmente separado del resto del organismo y que las enfermedades mentales eran asunto de curas y hechiceros.
Está al mando de todo, es el rector de nuestro organismo porque a él llega toda la información que nos rodea, la manipula y la transforma en el conocimiento a partir del cual determinamos cómo actuar o qué sentimos.
Los avances científicos en el tratamiento y el almacenamiento de datos nos han inundado de cantidades ingentes de información. Todo se ha acelerado. Pero nuestro cerebro no ha tenido tiempo adaptativo para acostumbrarse a procesarla. Es como si a un floppy le pidieran gestionar un giga de información.
La sociedad está utilizando los conocimientos neurológicos sobre el cerebro para sacarle partido. Se habla de neuroeconomía, que estudia por qué consumimos cosas que no necesitábamos o no teníamos previsto comprar. Y la publicidad y el marketing utilizan estos conocimientos para influir en nuestras decisiones de consumo.
Exacto. El cerebro recibe toda la información y la simplifica, realiza abstracciones para poder manejar todos esos datos y el resultado es una determinada percepción de la realidad. Conociendo cómo funciona el cerebro, se puede influir en su percepción.
Y nos dicen que comprando glamour y seguridad llegaremos a la felicidad, un sitio donde seremos altos, guapos, jóvenes e iremos en descapotable.
Esa es la gran falacia del sistema de consumo. La felicidad no es un lugar sino pequeños momentos de bienestar que obtenemos casi siempre de cosas que no compramos: estando con las personas que queremos, sintiéndonos reconocidos, etc. Y como todo en la vida, nada es eterno, o dejaríamos de percibirlo.
¿De nuevo el cerebro?
El cerebro funciona por contrastes y con la homogeneidad pierde la capacidad de percepción. Cuando hay un ruido desagradable, pero constante, al cabo de un rato dejamos de oírlo. Sólo nos damos cuenta de que seguía ahí cuando cesa y nos sentimos aliviados. Lo mismo ocurre con el hilo musical, al cabo de un rato no lo oímos porque es monótono y constante.
¿Con tantas trabas, nos queda alguna esperanza de ser felices?
Nos queda la creatividad, la característica principal de todos los humanos, no sólo de los poetas. Pero tenemos que aplicarla a nuestro día a día para vivir al máximo el presente y no pensar tanto en el futuro, que no ha llegado.
¿Cómo?
La creatividad consiste en recordar el pasado y aplicarlo al presente, pero haciendo asociaciones libres, dándole la vuelta a los conceptos, dejando que las neuronas jueguen, que es precisamente lo que mejor saben hacer, y dejándonos sorprender.
Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así.
Si lo aplicamos a nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestra pareja, etc., haremos que los días sean diferentes y seremos capaces de romper la monotonía y percibir ese bienestar, que es la verdadera felicidad y es gratis. No hay que ser tacaño con los sentimientos, ni siquiera en el ámbito laboral. La eficacia y la responsabilidad no están reñidas con la jovialidad.
Pero ya decíamos que nada es eterno...
Y aquí entra nuestro miedo a la incertidumbre, nuestra necesidad de estabilidad para sentirnos seguros. Nos cuesta entender que la vida es una sucesión de montañas rusas y el modus vivendi actual, tan acelerado y en constante cambio, agrava esta sensación de incertidumbre.
Para combatirlo nos aconsejas jugar con las olas.
Cuando juegas con las olas en la orilla y te fijas, empiezas a percibir que, entre una ola y otra, hay un momento de calma en el que la cantidad de agua desciende, que el sonido, si eres capaz de apreciarlo, te anticipa la llegada de la siguiente ola. Es decir, que incluso poniéndote de espaldas al mar, puedes llegar a adivinar su cadencia. Se trata de hacer lo mismo con la vida, dejarse llevar, adaptarse lo mejor posible a sus cambios y aceptar que no hay nada que sea constante.
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