El doctor Alfredo Quiñones-Hinojosa insiste: "Crepo que soy una persona común".
Una afirmación que sorprende cuando viene de alguien que creció en un humilde pueblo de México, cruzó ilegalmente la frontera para entrar a Estados Unidos, estudió medicina en Harvard y hoy trabaja como neurocirujano en el prestigioso hospital Johns Hopkins.
Vida temprana
El mayor de cinco hijos, Quiñones-Hinojosa sufría pesadillas de niño en las que debía salvar a su madre y a sus hermanos de incendios, inundaciones y avalanchas, según se lee en su libro de memorias "Becoming Dr. Q" (Lograr ser Dr. Q).
Su padre tenía una estación de servicio en la que trabajó desde los cinco años. Pero con el derrumbe de la situación económica en México, la familia tuvo que vender el negocio. La carne pasó a ser un lujo del pasado.
Las breves visitas al valle de San Joaquín en California, donde su tío Fausto trabajaba como capataz en un campo, le dieron a Quiñones-Hinojosa la posibilidad de conocer Estados Unidos y aquella lejana idea del sueño americano. A sus 14 años, pasó dos meses trabajando en el campo para llevar dinero a su familia.
“Ese dinero ganado con sudor me hizo saber que personas como yo no eran incapaces o inútiles”, escribió.
De adolescente, pensó que se dedicaría a la docencia. Pero pese a sus excelentes calificaciones en el profesorado, fue asignado a un área rural y remota. Solo los niños ricos y con contactos podían trabajar en las ciudades. Su salario sería mínimo.
Lleno de dudas, su tío le permitió trabajar nuevamente en el campo de California. Empezaba a concebir un plan.
El pasaje a Estados Unidos
En 1987, Quiñones-Hinojosa tenía 65 dólares en su bolsillo cuando decidió cruzar la frontera para quedarse más tiempo. Con casi 19 años, no pensaba en leyes o deportaciones: solo quería escapar de la pobreza para alimentar a su familia.
Con la ayuda de su tío, logró llegar a los campos del valle San Joaquín.
“Hoy hay mucho rechazo a la inmigración, pero entonces, cuando llegué, los Estados Unidos me dieron la bienvenida”, señala Quiñones. “Necesitaban mi mano de obra y yo los necesitaba a ellos”, agrega.
Quiñones recuerda estar conduciendo un tractor y ver pasar a agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización. Se llevaron a varios compañeros, pero él, de alguna forma, evitó ser atrapado.
Si lo hubieran atrapado, hoy no sería un neurocirujano que trabaja en Estados Unidos.
Luego trabajó como soldador para una empresa ferroviaria. Estuvo a punto de morir en un accidente cuando tenía 21 años. Contra los avisos de seguridad, ingresó en un tanque que tenía gas licuado de petróleo.
Cayó inconsciente y, tras ser rescatado por sus colegas, se despertó en un hospital. Un médico le dijo que hoy no estaría vivo si hubiera estado allá adentro dos minutos más.
“Fue una transformación: el dinero había dejado de ser mi motivación principal”, escribió en su biografía.
Una educación diferente
Quiñones-Hinojosa pasó dos años en un instituto y luego decidió continuar sus estudios superiores. Tras recibir varias ofertas, eligió la Universidad de California en Berkeley. Se matriculó a los 23 años.
Pero el ambiente no era el mejor. Un ayudante le dijo entonces: “No puedes ser de México. Eres muy inteligente para ser de México”. No respondió, pero el comentario le dolió y lo motivaría a mostrarle a esa gente lo equivocada estaba.
Luego llegaría la Facultad de Medicina de Harvard. Las minorías en las escuelas médicas solo representaban un 3,7% del total, según escribió Quiñones-Hinojosa en un artículo en la revista New England Journal of Medicine. Siendo estudiante, recibió la ciudadanía estadounidense en 1997. Al mismo tiempo, empezaron a llamarlo Dr. Q.
Por obra del destino, el cerebro se convertiría en su especialidad. Un viernes por la noche, con el hospital prácticamente vacío, un neurocirujano de renombre se le acercó y lo invitó a presenciar una cirugía del cerebro. Quedaría impactado.
“Alfredo es un excelente cirujano y tiene un trato muy humano con los pacientes con tumores en el cerebro”, dice el doctor Henry Brem, director del departamento de neurocirugía del hospital Johns Hopkins. “No solo se dedica a ofrecer el mejor cuidado posible, sino que también realiza investigaciones avanzadas para entender mejor las enfermedades y encontrar mejores formas de tratarlas”, añade.
Pese a la notable carrera de Quiñones-Hinojosa, su viejo amigo Edward Kravitz, profesor de neurobiología en Harvard, lo describe como una persona muy centrada. “Es muy amable y agradable. No es nada pomposo”, asegura.
Operar en el cerebro
Quiñones opera unos 250 tumores cerebrales cada año. Utiliza su sala de operaciones como una extensión de su laboratorio.
Trabaja en un método para utilizar tejido adiposo contra el cáncer de cerebro. Los investigadores derivan células madres mesenquimatosas de la grasa, células que serían efectivas para identificar el cáncer.
“Es como darle a un perro de caza algo para oler”, explicó Quiñones. “Les colocamos olor a cáncer a las células y persiguen al cáncer de una manera increíble”, agregó.
El cáncer cerebral, precisa Quiñones, es “la enfermedad más devastadora que afecta el órgano más bello de nuestro cuerpo: el cerebro”.
El sueño americano
De alguna manera, Quiñones-Hinojosa, hoy con 45 años, “es una persona normal”. Quiere que sus tres hijos, de 14, 11 y 7 años, sean felices. Trata de hacer ejercicio y corre medias maratones solidarias con sus pacientes.
Su vida ha tenido muchos momentos en los que la suerte y el empeño lo empujaron a seguir. Y tiene presente la idea del sueño americano.
“El sueño americano no significa tener un auto lujoso o una casa grande”, dijo durante un acto en el colegio de su hija mayor. “El sueño americano pasa por la posibilidad de poder devolver un poco de todo lo que recibimos”, concluyó.
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