Entre las prisas y las angustias de todos los días, entre los olores de la cocina , los gritos de los niños, entre los ruidos de la radio y las imágenes de la computadora, nos olvidamos de lo esencial: en cada uno brilla algo divino, algo eterno.
Somos, aunque nos duelan las muelas y nos asuste la oscuridad, una chispa del amor de Dios: somos espirituales, somos eternos.
Somos, aunque nos duelan las muelas y nos asuste la oscuridad, una chispa del amor de Dios: somos espirituales, somos eternos.
Lo esencial no se ve, ni se escucha, ni se toca. Lo esencial se esconde en cada hombre, en lo más íntimo de nuestro corazón, y nos permite pensar y amar por encima de lo cotidiano, de lo banal, de lo superfluo.
Podemos vivir mucho o poco. Podemos estar en una silla de ruedas o conducir un aeroplano. Podemos vivir con hijos y nietos o estar solos, en un barrio pobre de una ciudad miserable. Pero lo esencial sigue allí, escondido, cierto, indestructible.
Lo esencial sigue en pie, todos los días, fuera de las pantallas de la televisión o de las crónicas de la prensa. No aparece en internet, pero está en los corazones. No se cotiza en la bolsa, pero permite que vivan y mueran los que venden y los que compran. No gana guerras, pero vence en los hospitales en donde son cuidados los heridos, sean amigos o enemigos.
Lo esencial tampoco está en venta. Cada uno lo tiene en su corazón. Y puede hacerlo crecer para el bien del universo, para tu bien y para el mío.
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