Un niño ha nacido, y su madre lo ha envuelto en pañales. Hace
frío en este rincón de la provincia romana de Siria. Al nacer, el niño
se hace súbdito de César Augusto, emperador de Roma, quien había
acaparado todo el poder en el imperio. Un tercio de la población del
mundo nacía y moría bajo su regencia.
Y, aunque la costumbre de empadronarse no era romana, Augusto había convocado a un censo que llevó a los padres del niño a una aldea a 8 kilómetros al sur de Jerusalén; el nombre de la aldea era Belén, que en hebreo quiere decir “la casa del pan”. Era donde el rey David había vivido y donde había sido ungido rey.
Cuarenta y dos generaciones separan al niño de su padre Abraham. Sus padres llevan el registro que lo atestigua, atesorado generación tras generación.
Aunque es posible que José, su padre, tuviera familiares en Belén, por el nacimiento de un niño la madre contraerá una impureza legal de 40 días. O sea que si alguna familia recibía a la madre, tendría que cargar con esa impureza. No era fácil. El nombre de la madre era María, Myriam en arameo, que quiere decir “excelsa”. Es así como la pareja terminó refugiándose en una cueva de animales, donde María dio a luz a su hijo. Es un niño como cualquiera, pero nacido en una pesebrera.
Para los cristianos, ese niño es el Hijo de Dios; para los musulmanes, el profeta más grande, después de Mahoma. Los musulmanes, además, creen que el niño es hijo de una virgen, y que vendrá a juzgarnos al fin del mundo, tal como lo creen los cristianos. Incluso las mujeres musulmanas se ponen hoy al amparo de María, cuando van a dar a luz. Para los judíos, el niño será un impostor que embaucará al pueblo.
Los cristianos creemos que ese niño vino al mundo a enseñarnos cómo se debe vivir en nuestro planeta. Él, que nos conoce más que nadie, trajo las claves para ser felices en la tierra. Se conocen desde hace casi 2.000 años, y todavía no las creemos ni las ponemos en práctica.
“No juzguéis y no seréis juzgados”. Y en nuestro mundo el padre juzga al hijo, y el hijo al padre. Hay verdaderas batallas en el interior de las familias, por malentendidos que podrían solucionarse aceptando a nuestros hermanos como son.
“Dad y se os dará”. Y nosotros cada vez más preocupados por atesorar, ignorando al que nada tiene. "Amigo, cuánto tienes, cuánto vales… Principio de la actual filosofía”, dice una canción colombiana, que retrata el individualismo de este mundo
“Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian”. Estamos demasiado lejos de esa enseñanza, porque en nuestro mundo prima la venganza y el rencor.
En un mundo superficial, en donde prima el egoísmo, Jesús es un verdadero revolucionario. Si amáramos más y juzgáramos menos, el mundo sería un lugar feliz; un verdadero paraíso en la tierra. Perdonaríamos y seríamos perdonados; nos daríamos a los demás, y en nuestro regazo sería “derramada una medida buena, apretada, colmada, rebosante”. Trataríamos a los demás de la misma manera que quisiéramos ser tratados, y lucharíamos todos por ver sonrisas amplias y generosas en las caras de los demás.
Un niño ha nacido, y trae bajo el brazo la receta para conseguir la felicidad.
Y, aunque la costumbre de empadronarse no era romana, Augusto había convocado a un censo que llevó a los padres del niño a una aldea a 8 kilómetros al sur de Jerusalén; el nombre de la aldea era Belén, que en hebreo quiere decir “la casa del pan”. Era donde el rey David había vivido y donde había sido ungido rey.
Cuarenta y dos generaciones separan al niño de su padre Abraham. Sus padres llevan el registro que lo atestigua, atesorado generación tras generación.
Aunque es posible que José, su padre, tuviera familiares en Belén, por el nacimiento de un niño la madre contraerá una impureza legal de 40 días. O sea que si alguna familia recibía a la madre, tendría que cargar con esa impureza. No era fácil. El nombre de la madre era María, Myriam en arameo, que quiere decir “excelsa”. Es así como la pareja terminó refugiándose en una cueva de animales, donde María dio a luz a su hijo. Es un niño como cualquiera, pero nacido en una pesebrera.
Para los cristianos, ese niño es el Hijo de Dios; para los musulmanes, el profeta más grande, después de Mahoma. Los musulmanes, además, creen que el niño es hijo de una virgen, y que vendrá a juzgarnos al fin del mundo, tal como lo creen los cristianos. Incluso las mujeres musulmanas se ponen hoy al amparo de María, cuando van a dar a luz. Para los judíos, el niño será un impostor que embaucará al pueblo.
Los cristianos creemos que ese niño vino al mundo a enseñarnos cómo se debe vivir en nuestro planeta. Él, que nos conoce más que nadie, trajo las claves para ser felices en la tierra. Se conocen desde hace casi 2.000 años, y todavía no las creemos ni las ponemos en práctica.
“No juzguéis y no seréis juzgados”. Y en nuestro mundo el padre juzga al hijo, y el hijo al padre. Hay verdaderas batallas en el interior de las familias, por malentendidos que podrían solucionarse aceptando a nuestros hermanos como son.
“Dad y se os dará”. Y nosotros cada vez más preocupados por atesorar, ignorando al que nada tiene. "Amigo, cuánto tienes, cuánto vales… Principio de la actual filosofía”, dice una canción colombiana, que retrata el individualismo de este mundo
“Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian”. Estamos demasiado lejos de esa enseñanza, porque en nuestro mundo prima la venganza y el rencor.
En un mundo superficial, en donde prima el egoísmo, Jesús es un verdadero revolucionario. Si amáramos más y juzgáramos menos, el mundo sería un lugar feliz; un verdadero paraíso en la tierra. Perdonaríamos y seríamos perdonados; nos daríamos a los demás, y en nuestro regazo sería “derramada una medida buena, apretada, colmada, rebosante”. Trataríamos a los demás de la misma manera que quisiéramos ser tratados, y lucharíamos todos por ver sonrisas amplias y generosas en las caras de los demás.
Un niño ha nacido, y trae bajo el brazo la receta para conseguir la felicidad.
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