Durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades le
pidieron a objetores de conciencia en Estados Unidos y el Reino Unido
que se ofrecieran como voluntarios de estudios médicos. En un proyecto
en Estados Unidos, unos jóvenes pasaron hambre durante seis meses para
ayudar a los expertos a decidir cómo tratar a las víctimas de la
hambruna masiva en Europa.
En 1944, Marshall Sutton, entonces de 26 años,
era un joven idealista que quería cambiar el mundo. Como objetor de
conciencia y cuáquero (de la Sociedad Religiosa de Amigos), se negó a
luchar en la guerra, pero todavía buscaba una oportunidad para ayudar a
su país"Me quería identificar con el sufrimiento del mundo en esa época",
cuenta. "Quería hacer algo por la sociedad. Quería ponerme un poco en
peligro".El peligro surgió, inesperadamente, de la forma de un pequeño panfleto con la foto de niños.
En toda Europa, la gente estaba pasando hambre - en Holanda, Grecia, Europa oriental y la Unión Soviética- y el ejército de Estados Unidos quería averiguar cuál era la mejor manera de realimentarlos. Para ello, primero necesitaban encontrar a personas sanas dispuestas a pasar hambre.
Quizás sorprendentemente, cientos de objetores de conciencia se ofrecieron, todos entusiasmados por ayudar. Sutton estaba agradecido de haber sido uno de los 36 hombres escogidos.
"Me sentí muy útil, realizado", recuerda. "Había cientos de personas como yo que no tuvieron la oportunidad, y me sentí muy afortunado de poder estar allí".
El experimento empezó en noviembre de 1944 y durante los primeros tres meses fueron observados y alimentados hasta alcanzar su peso óptimo. Entonces las raciones de comida fueron reducidas drásticamente. Rápidamente la comida se convirtió en una obsesión.
"En unos tres minutos me comía lo que me daban y me iba de allí, no quería quedarme", recuerda Sutton de las comidas en la cafetería.
"Algunos se entretenían con esa comida durante unos 20 minutos. No podía con eso. Algunos compañeros leían libros de cocina todo el tiempo".
Menos de 1.800 calorías
Como mucha gente hambrienta en Europa, los voluntarios nunca tuvieron carne, y las calorías se establecieron a 1.800 o menos.
Sutton recuerda una ocasión cuando, con su escasa ración en una bolsa de papel bajo el brazo, llevó a su novia a cenar al restaurante más caro en Minnesota.
"La quería llevar a un restaurante sólo para disfrutar verla comer... pero cuando llegó el camarero con la comida, sencillamente ella no pudo hacerlo. Me trastornó un poco, había gastado todo ese dinero en una gran comida y ella sencillamente no pudo comérsela".
El régimen era duro, durante seis meses se estaban muriendo de hambre, se esperaba que corrieran o caminaran 36 kilómetros a la semana, lo que significaba una quema de 1.000 calorías más de las que consumían al día.
En esas caminatas pasaban por pastelerías y otras tentaciones, algo que para algunos participantes fue demasiado. Tres de ellos se retiraron del experimento.
Aquellos que se quedaron perdieron cerca del 25% de su peso y muchos tuvieron anemia e inflamación en los tobillos, al igual que apatía y cansancio.
Sus costillas sobresalían de la piel, sus piernas eran tan delgadas como solían ser sus brazos. También hubo efectos psicológicos.
"Después de que por un tiempo no tienes comida, tu estado es de entumecimiento", señala Sutton. "No sentía dolor alguno. Sólo estaba muy débil. Desaparece el deseo sexual".
Estados extremos
"Cuando ocurría algo bueno, explotábamos de felicidad, y cuando estábamos pesimistas, estábamos muy deprimidos", recuerda Sutton.
"Tenía un amigo muy cercano allí a quien con frecuencia le hablaba bruscamente, y me descubría casi todas las noches buscándolo para disculparme".
Los hombres lo superaron de distintas formas. Uno logró estudiar para obtener una licenciatura en leyes. Sutton leía filosofía y teología, además de encontrar consuelo en sus amigos cuáqueros y en la iglesia.
Otros tuvieron dificultades para no caer en la tentación de comer algo que no tuvieran permitido, y caían abatidos por la culpa. Un hombre incluso se cortó un dedo mientras cortaba madera y no supo explicar cómo ni por qué.
Todavía hoy el experimento es citado como una fuente de referencia por académicos que estudian nutrición y trastornos de comida. También planteó muchas preguntas sobre qué tanto se puede tratar los problemas psicológicos si la persona está hambrienta.
Pero el proyecto no llegó a tiempo para muchas víctimas de la guerra. Mientras el experimento seguía en curso, un campo de concentración nazi ya había sido liberado, y luego otro, y el horror completo de la inanición se hizo evidente.
El corresponsal de la BBC Edward Ward entró al campo de concentración Buchenwald en abril de 1945, siete días después de que fuera liberado.
"Un demacrado y ojeroso judío alemán vino cojeando hacia mí", informó. El hombre abrió la puerta de un gran armario. Adentro había unos 20 cadáveres apilados.
"'La cosecha de anoche', dijo el hombre casi casualmente. 'Será igual mañana, y el día después, y el día después'. Los desdichados detenidos habían sido liberados de sus verdugos nazi, pero todavía no habían quedado libres de la lenta inanición".
Guía para hambrunas
En 1946, los investigadores publicaron una guía para trabajadores humanitarios llamada "Los hombres y el hambre".
Su consejo incluyó:
- No muestres parcialidad y evita la discusión; los hambrientos están listos para pelear con la mínima provocación, pero con frecuencia se arrepienten inmediatamente.
- Informar al grupo de lo que se ha hecho y por qué, es tan importante como hacer las cosas, los carteles son la forma más sencilla.
- El hambre aumenta la necesidad de privacidad y quietud, el ruido de cualquier forma parece ser muy molesto, especialmente a la hora de comer.
- La energía es una mercancía que se acumula, los locales de comida y habitación deben ser arreglados convenientemente.
- Un trabajador atento hará uso del hecho de que a los hambrientos les afecta emocionalmente el clima, algunas actividades especiales y alegres deberían guardarse para los días malos.
El día que Marshal Sutton dejó Minnesota, tomó un autobús a Chicago.
"Cada vez que se detenía el autobús, tomaba un par de batidos y el mundo me parecía un lugar maravilloso", cuenta.
"Tenía una maravillosa sensación de tener toda la comida que quería, pero no tenía la fuerza. Era muy feliz y estaba comiendo, pero no era normal".
Sutton, al igual que la mayoría de los voluntarios, vivieron una vida sana y exitosa. Trabajó en Gaza con refugiados en inanición en 1949 y después participó en varios proyectos de cuáqueros en EE.UU.
Hoy en día tiene 95 años y vive en una comunidad cuáquera en Baltimore.
Setenta años después, todavía está contento de haber participado en el experimento. Sus amigos estaban arriesgando sus vidas en el Pacífico Sur, señala, y para él fue un honor sacrificarse también.
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