No quiero hacer rutina de un año tras otro. Quiero darme cuenta de lo que vale el tiempo. Darme cuenta de que es el espacio donde se juega mi salvación, el instrumento para hacer algo por Tí y las rosas que van a llenarme las manos para irme perfumada.
¡Gracias por dejarme vivir en este mundo tan variado, tan lleno de árboles, de ríos, de peces, de aves, de montañas! Un mundo diverso y armonioso, lleno de colorido, de ebullición, de luz. Un mundo con un sol que amanece y nos levanta para batallar, para emprender, para gozar, para sufrir, para abrir caminos, crear sueños y aprender a amarlo todo.
Gracias, Señor, porque he madurado fruto, agudizado la inteligencia, cortado rosas, divisado lo que antes no veía y manejado con habilidad lo que antes parecía imposible.
¡Gracias por hacernos libres! Ya experimenté que la libertad no se puede matar aunque se aplaste al hombre. Que el pensamiento es de nuestra propiedad y nadie puede cortarle las alas, ni quitarle sus espacio, ¡ni prohibirle volar!
¡Gracias por hacerme madre! Porque ella es conductora, maestra, ángel, consejera, sabia. Ella, con mirar, ya sabe; con una palabrita, ya imagina; con una contestación, ya percibe; con un silencio, ya sospecha.
Pongo en tu corazón a mi hijo. Cada uno es una rosa moldeada por tus manos y abierta por mis besos.
El hijo es como la “maestría” en la ciencia de la vida. Es la pasturita de nuestra raíz, la mechita de nuestra luz, el pedal de nuestra vida, el oficio que no se acaba ¡y el perdón que no se siente!
La madre y el hijo son un nudo de amor y de sangre que nunca se desata.
La madre es la medida exacta para que “quepa” el hijo. La madre es como una semilla que se va dorando y haciendo fruto con el hijo. Es la flor escogida de tu jardín, la única rosa que te sirve de taller… y te pasas meses trabajando en su entraña par dar forma e infundir vida.
La maternidad es el modo más intenso de vivir.
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